miércoles, marzo 29, 2006

Pascual Olivares

Ya desde pequeño cayó en cuenta de que había nacido con un don, un don especial: tenía la capacidad de estornudar de una forma estrepitosa, colosal. La primera vez que soltó un estornudo fue al año y medio de vida mientras estaba sentado en su sillita de bebé a punto de que le dieran de cenar. Su madre, al escuchar el estruendo, no pudo evitar dejar caer de sus manos una pila de platos sucios que llevaba en ese momento hacia la cocina creyendo que había irrumpido algún intruso en la casa rompiendo una ventana, ya que ese primer espasmo pulmonar de Pascual, esa explosión de baba que reverberó en las cuatro paredes del living-comedor haciendo incluso temblar la araña del techo, se había escuchado tal cual sonaría el estornudo de un elefante con gripe.

Corrieron los años y a medida que sus pulmones se fueron desarrollando sus estornudos fueron creciendo también en intensidad y potencia. Este capacidad para estornudar bestialmente le sirvió muchas veces para salir airoso de situaciones algo complicadas; más de una pelea en el colegio la ganó estornudando solamente un par de veces contra los rostros de sus desconcertados oponentes que caían al suelo como moscas luego de recibir aquellas descargas pulmonares de Pascual que ya por aquel entonces había descubierto que podía provocarse los estornudos a voluntad con sólo concentrarse y frotarse repetidamente la parte superior del tabique nasal.

Claro que esta capacidad no sólo lo ayudo en materia de peleas, recuerdo que en una ocasión se convirtió en el héroe del barrio al apagar de un estornudo una sartén con costeletas que Doña Maruca, su vecina, distraidamente se había dejado en el fuego un mediodía que salío a atender al cartero a la puerta de calle. La presencia de Pascual junto a la ventana de la cocina, que lindaba con el pequeño patio en donde éste jugaba de pequeño, sirvió para evitar que el siniestro pasara a mayores; de un sólo estornudo, decía, apagó el fuego que ya amenazaba con tomar un repasador que yacía al costado en la mesada. Lágrimas de emoción caían del rostro de Luisa, su madre, mientras el jefe de bomberos del cuartel de Burzaco le colgaba en el cuello a Pascual la medalla "al coraje y al valor" mientras lo nombraba a su vez bombero honorario de la repartición.

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