martes, mayo 30, 2006

Haikus

Anatman

Niños que luego
serán más cadáveres,
impermanencia.


Fall

Los corazones
yacen ya secos con las
hojas caídas.


Absoluto

Incondicional
el amor prometido,
misterio por comprobar.


El final de Maya

Vernos a todos
confluir en el todo;
no más ilusión.


Océano

Mar de conciencias
sobrevuelo a través.
Sé que soy Eso.

jueves, mayo 25, 2006

Down under

A veces me pregunto si soy el único o a más personas les ocurre lo mismo que a mi. Pasa que, como alguna vez te dije, creo haber perdido ya toda capacidad de enojarme, yo no puedo intentar imponer mi punto de vista sobre el tuyo forzándote, la mayoría ha hecho eso con vos pero yo no puedo, y eso no significa que no me importes.

La verdad es que ya no puedo discutir con vos sin luego sentirme muy mal por pensar en que lo que pude haber dicho te puede haber hecho mal aunque sea en lo más mínimo. No soporto ver que te sientas mal. Es por eso que trato de conciliarlo y solucionarlo todo, intento meterme dentro tuyo, porque sé de alguna extraña forma que yo soy vos, y es entonces cuando trato de comprender qué te pasa, para luego, si puedo, tratar de hacerte ver mi punto de vista. Pero vos te encerrás, te resistís a esto, querés quedarte con tu visión de los problemas, porque para vos ya no hay nadie que te entienda, y claro, mucho menos yo.

Ultimamente siento que ya casi nadie en el mundo escucha, todos quieren ganar, hablar ellos y quedarse con la última palabra. Y yo cedo, ya no puedo discutir, pelear, es todo tan tonto, tan absurdo. Todo el mundo se toma las cosas muy a pecho, agravan las situaciones más de lo que son, se pierden en problemas que les parecen insolucionables y yo que ya no veo fatalismo en nada de lo que sucede, sólo veo mentes construyendo prisiones de las que luego no pueden escapar.

El otoño empieza a enfriarse más de la cuenta, así como vos y yo. Ya no me enojo, sólo me ataca una tristeza que no sé como sacarla de mi cada vez que te veo caer y hacerte mal. Y sé que mi tristeza será mayor cuando decida alejarme definitivamente, aunque tal vez esto, a la larga termine siendo lo mejor.

lunes, mayo 22, 2006

Geografía de un engaño

Bernardo camina calle abajo. Acaba de verla y va abstraído en sus pensamientos. Todavía permanece envuelto en el halo de su perfume, ese perfume que lo hechizó y le forzó a recorrer la geografía de sus curvas, que lo hizo desviarse del camino que seguía.

"Con el tiempo ella ha ido dibujando un borrador, una especie de boceto del mapa de mi alma. Así como otras que pasaron sé que cree conocerme como nadie, pero conocer un borrador no es lo mismo que guiarse con el modelo final del mapa terminado, ya que sólo en éste último figuran detallados todos los caminos que soy capaz de tomar, los recovecos en los cuales puedo ocultarme."

"Sé por eso mismo que cuando llegue a casa y le confiese lo ocurrido, el camino que decidí tomar, su primer sensación será la de sorpresa, luego pasará a un estadío de enojo para terminar por último sumida en una gran decepción. Y es que nadie termina de conocer completamente al otro, sólo nos guiamos con vagos bosquejos de los mapas de sus almas."

miércoles, mayo 10, 2006

Factor X

De chicos rara vez tocábamos el tema más allá de que siempre nos reconocíamos al vernos. Era fácil identificarnos entre los que habíamos pasado por la misma experiencia, lo sentíamos simplemente con sólo mirarnos, un destello en los ojos y una percepción mutua de sabernos especiales sin saber exactamente por qué.

Recuerdo cuando mi madre me llevó por primera vez al edificio donde todo comenzó. Era una torre de concreto que contaba doce pisos. Ya dentro el mobiliario era de un estilo funcional, claramente característico de principios de los ochenta, muy moderno para la época, o eso por lo menos es lo que me sugieren las pocas imágenes que todavía conservo en mi mente sobre aquel lugar. En esos años un edificio con esas características en una ciudad tan chica como la mía era algo que llamaba la atención, claro que nadie se molestó por indagar más sobre qué era exactamente lo que funcionaba allí.

Yo tendría uno seis años por aquel entonces. Recuerdo que entramos, pasamos el lobby y mi madre que empezó a hablar con una mujer que estaba sentada tras un escritorio de vidrio. Esperamos un rato hasta que nos llamaron. Un hombre con unos ojos grises que jamás olvidaré saludó afectivamente a mamá, parecía conocerla de algún lugar. Recuerdo patente el color de sus ojos por la simple razón de que nunca en mi vida vi a alguien con esa coloración de ojos, eran de un profundo color gris plata.

El hombre posó una de sus palmas sobre mi cabeza y me sonrió. Seguidamente pasamos los tres por un pasillo estrecho y muy iluminado hasta llegar a lo que parecía ser un elevador. Ambas puertas metálicas, de un aséptico y pulcro acero platinado, se abrieron automáticamente. Dentro del cubículo no había comandos, sólo el espacio fuertemente iluminado por unas luces fluorescentes en la parte superior. El hombre me hizo un gesto como para que entre y yo entré. Me dijo que se quedaría allí con mi madre sólo unos instantes, que no me asustara, que no había nada que temer. Al cerrarse de nuevo las puertas sentí como un ruido a máquinas, algo similar al sonido que producen los aparatos que toman tomografías computadas cuando escanean a un paciente. Instantes después sentí un mareo muy fuerte aunque no lo suficiente fuerte como para que perdiera el equilibrio y cayera, aunque casi. Eso fue todo.

Alguna que otra vez en el colegio, y siempre entre los que nos reconocíamos, charlábamos del tema pero invariablemente nos quedábamos con más interrogantes que respuestas. Martín, Pablo, Sebastián y yo. En el instituto de inglés nos reconocimos con Claudio y Marcelino. Todos habíamos nacido en 1975 por lo que teníamos la misma edad, esa coincidencia parecía ser lo único en común entre nosotros, eso y el hecho de haber estado con nuestras madres en el edificio aquel.

Desde el momento en que se nos sometió a esa extraña experiencia cada tanto pasábamos en grupo frente al lugar y mirábamos disimuladamente en dirección a la entrada más allá que los vidrios polarizados de dorado siempre nos impidieron ver qué ocurría allí dentro. Con el tiempo, al ir creciendo, de a poco me fui animando a pasar solo por allí. Siempre observé y sentí lo mismo: aquel portal y los vidrios polarizados, las mismas dudas y siempre esa extraña sensación en el estómago que me impedía acercarme demasiado. Todo esto hasta la semana pasada, cuando al pasar por la entrada, un par de ojos grises llamaron mi atención.

Estaba algo más viejo pero lo reconocí en el acto. Hirschfeld dijo llamarse cuando se presentó, no hizo falta que me presentase, ya sabía quién era yo. Como hace años me invitó a pasar y pasé. Ya en el lobby de entrada y para mi sorpresa, luego de un largo tiempo sin ver a muchos de ellos, allí estaban Martín, Pablo, Sebastián, Claudio y Marcelino. Todos nos mirábamos con la misma cara de asombro y antes de poder siquiera empezar a hablar, Hirschfeld soltó una frase que captó de inmediato nuestra atención:

- Bueno, caballeros, creo que ha llegado la hora de decirles quienes son en realidad, por qué están aquí y con qué objetivos es que han llegado ustedes a esta vida. Como introducción sólo puedo decirles que el momento ha llegado y que ya es hora de empezar a cambiar algunas cosas en este mundo.

viernes, mayo 05, 2006

El aroma a lavanda

Lo primero que le llamó la atención fue el hecho de que la cabaña estuviera rodeada por aquella extensión de plantas de lavanda. La señora de Gómez fue la encargada de mostrarle el lugar a pesar de que Ana había arreglado los pormenores del arrendamiento por teléfono con el mismo Gómez, pero resultó ser que éste hacía ya un buen tiempo que no salía de la estancia por estar sumido en una gran depresión, o por lo menos eso fue lo que le dijo la mujer al recibirla en la entrada del campo.

- Pase por acá -le dijo la mujerona a Ana invitándola a pasar dentro de la cabaña.
- Permiso -dijo tímidamente Ana mientras entraba en el estar.
- Como verá es amplia, la habitación es aquella puerta de la derecha y el cuarto de baño está al fondo del lado izquierdo.
- Gracias, pareciera estar todo en orden -acotó Ana.
- Cualquier cosa me avisa -dijo la Señora de Gómez encaminándose hacia la puerta.
- Dígame ¿cómo está su marido? -inquirió de pronto Ana- por teléfono su voz denotaba un buen estado de ánimo...
- La verdad es que él no está muy bien, señorita. El tema éste de la plantación es lo que lo tiene mal.
- ¿Se refiere a la plantación de lavanda allí afuera? -inquirió Ana.
- Esa misma, pasa que las plantas ya no son lo que alguna vez fueron. Han perdido la esencia, ¿vio?, el olor.
- ¿Perder el olor? ¿Cómo es eso posible? -preguntó Ana casi en forma retórica.

Al escuchar el tono de voz en que Ana hizo la pregunta la señora de Gómez prefirió evitar contestarle y con un gesto nervioso le señaló la puerta de entrada.

- Mi esposo ha perdido la llave de la puerta -le dijo con voz firme- Espero no le importe, igualmente el campo es seguro, acá nunca pasa nada...
- Entiendo, pero no se preocupe -dijo Ana- ya vivo demasiado encerrada en la ciudad como para tener que encerrarme también cuando estoy de vacaciones.
- Bueno, entonces mejor así señorita, recuerde que a 200 metros de la entrada al campo está la estancia. Cualquier cosa no dude en buscarnos allí.
- Muchas gracias señora, pierda cuidado. Mis saludos a su marido, ojalá se reponga pronto.
- Les serán dados señorita -respondió secamente la mujer antes de salir de la cabaña.

Ana desempacó sus cosas y luego de refrescarse en el baño decidió salir a recorrer el campo. Ya dentro de la plantación se agachó e intentó percibir el olor de las plantas. Nada. Absolutamente inodoras. Inesperadamente un escalofrío recorrió su espina dorsal pero antes de qué pudiera evaluar la sensación notó que detrás suyo había un joven observándola. Parecía ser uno de los peones, ya lo había visto antes al llegar, parado al costado de la tranquera de entrada al campo.

- ¿Por qué estas plantas de lavanda no tienen olor? –indagó Ana.

El joven no contestó. Ana se lo quedó mirando fijamente.

- En las noches cuando levanta el viento sentirá el aroma, pero no importa qué tan fuerte sea éste, no salga de la cabaña. A él no le gusta que nadie ande en la plantación cuando las plantas destilan su perfume. El aroma es sólo para él.
- ¿Del señor Gómez me hablás?
- No. Gómez sabe que no puede hacer nada más.
- ¿Y quién es él?

El joven no respondió y sin más salió corriendo en dirección a la entrada del campo.

Esa misma noche, luego de disfrutar de una frugal cena campestre, Ana tomo un libro y se recostó en uno de los sillones del estar para leer. Hacía algo de calor y no corría nada de aire. Deseó un poco de viento. Habría pasado una media hora cuando las cortinas empezaron a danzar suavemente al son de un aire ya más fresco. Un tenue olor a lavanda invadió el ambiente del estar y logró que Ana levantara su mirada del libro. Lentamente se levantó del sillón y se dirigió hacia la ventana. Al asomarse observó una enorme luna llena iluminando todo el campo, haciendo resplandecer de una forma especial el color púrpura de la plantación.

En un principio dudó en salir por más que el aire fresco se tornaba cada vez más seductor, irresistible, invitándola a que diera una caminata por entre las plantas, pero cuando el olor a lavanda se hizo ya más perceptible, Ana recayó en un extraño estado de sopor que la hizo dejar de lado su precaución inicial para salir de la cabaña y encaminarse rumbo a la plantación. Una vez dentro y ya en cuclillas aspiró aquella esencia embriagadora que despedían los vegetales, fue cuando el aroma a lavanda terminó de llenar sus pulmones que salió súbitamente de aquel estado de sopor que la había poseído y nuevamente sintió ese escalofrío que volvía a recorrerle la espina dorsal. Una vez conciente y ya fuera del hechizo de las plantas aspiró profundamente una vez más pero no percibió aroma alguno en el aire y, asustada, corrió nuevamente hacia la cabaña. Ya dentro del estar esperó tranquilizarse un poco para luego volver a tumbarse en el sillón y así retomar su lectura.

Repentinamente el viento volvió a levantarse pero ya con más intensidad. Las cortinas que antes danzaban lentas ahora se movían frenéticamente. La temperatura descendió de golpe y el aroma a lavanda invadió todos los espacios de la cabaña haciendo el aire casi irrespirable. Ana sólo atinó a llevarse un pañuelo a la nariz y no llegó siquiera a levantarse cuando sintió esa presencia en la puerta de entrada que no paraba de vibrar; lo último que llegó a ver fue como el picaporte descendía lentamente.