miércoles, abril 18, 2007

Downer

Anoche la vi llorar por primera vez. Lo hacía a mares, de una manera total y absolutamente desconsolada. Me rompió el corazón verla así y no poder hacer nada y es que, a decir verdad, no llego a entender cómo una persona puede llorar tanto. Por otro lado no deja de sorprenderme el hecho de cómo la mente humana puede tomar posesión de un ser para generar toda esa confusión, esa desidia, esa autocompasión, toda esa tristeza. “La vida es sufrimiento”, decía Buda, el no conocer la realidad última de las cosas, el no conocer el porqué, nos lleva a perdernos.

Ayer tan sólo me limité a acariciarle la espalda, diciéndole que lo largara todo, otra cosa no pude hacer. No volvimos a hablar del tema pero es algo que me preocupa, aunque irónicamente nosotros no tenemos nada qué preocuparnos en comparación con los demás.

Ya es Domingo. Afuera el sol se asoma tímidamente. Me encuentro sentado a la mesa. Lo escucho a Iván, está contando como su mujer lidia día a día con su madre que padece el mal de Alzheimer, él no sabe que ese es el nombre de la enfermedad, tampoco conoce la gravedad de la misma, tan sólo nos describe como puede los síntomas de lo que ve. Otra vez la mente. Iván es un chico con capacidades diferentes, creo que tiene un plan de empleo en donde le pagan $300 como salario en negro y no tengo ni idea de cómo hace para llegar a fin de mes con eso. Su mujer tuvo que dejar de trabajar para cuidar a su madre. Por otro lado, y como no podía ser de otra forma, tienen una hija de 5 años como para completar el panorama, pero bueno, podría ser peor, podrían tener cinco chicos más.

El otro día leía que una bola de plutonio puro del tamaño de un pomelo puede acabar con la vida de 2000 millones de personas en una fisión nuclear. Sería como eliminar del mapa a toda la población de China de un solo saque. Hoy, y sólo hoy, siento que me gustaría que cada órgano de mi cuerpo se transformara en una bola de plutonio, empezando por el corazón. Definitivamente la primera detonación saldría de allí.

Me levanto de la mesa, los demás siguen hablando, contando sus logros y miserias, todos tan perdidos como yo en éste mundo de ilusiones. Tomo un libro que veo sobre una mesita, lo abro en una página al azar, leo. Sonrío. Memorizo la página y lo cierro. Me fijo en la tapa para ver de quién es. Es un libro sobre San Francisco de Asís. Vuelvo a la página en cuestión, releo:

“Transfiere a Dios el honor y la gloria. Guarda para ti la certidumbre de que a nosotros sólo nos corresponde la vergüenza y las tribulaciones de esta vida miserable.”