domingo, enero 29, 2006

Laura (última entrega)

ALGÚN VIERNES MUCHO ANTES DE ESE JUEVES DE HACE POCO

Me desperté súbitamente aterrorizado, enredado entre las sábanas de mi cama. Miré la hora: 9:15 a.m. Cerré los ojos y me concentré. Escuché a la humanidad en sus tareas habituales de todos los días. A medida que seguía escuchando los ruidos, las risas, las conversaciones, las discusiones, las estúpidas locutoras de radio con su fingida buena onda, la tristeza volvía a invadir poco a poco todo mi ser.

Me levanté y traté de no pensar absolutamente en nada. Había decidido ser un ente no-pensante. O mejor aún un autómata sin sentimientos, pero por más que me esforzaba los sentimientos seguían estando allí y con ellos la amarga tristeza. Salí para la facultad. Ese día cursaba hasta las 18:15. En la facultad no hablé con nadie, no presté atención, no tomé apuntes tan sólo decidí convertirme en un fantasma dentro del curso. Pude ver otros fantasmas que estaban por allí rondando al igual que yo. Nunca antes les había prestado atención pero ahora sé que son muchos.

Llegué a mi casa convertido en una hoja de papel de calcar. Era casi transparente. Seguía sin pensar, trataba de no sentir. Me acosté vestido en mi cama y me dormí en el acto. Sonó el teléfono a eso de las 23:45, era Marcelo preguntando qué iba a hacer. Le dije que no sabía, que no pensaba hacer nada. Me dijo que me pasaría a buscar con Leandro en el auto. “Como quieras...”, le respondí y colgué.

Me levanté y decidí darme una ducha. Entré en el baño. Me miré en el espejo del botiquín pero este no devolvió mi imagen, del otro lado no había nadie. Nada se reflejaba. Lo estaba consiguiendo, me estaba transformando en nada. Me di un baño, me cambié de ropa y me tiré en mi cama a escuchar música hasta que llegaron los chicos. Salimos a hacer lo mismo que la semana pasada y lo mismo que la anterior a esa. Yo me sentía exactamente igual que la semana anterior y que la anterior a esa: mal.

Pablo, Leandro, Marcelo y yo. El eterno deja vú. Era tarde, pasadas las tres, creo. La noche estaba muy fría y algo húmeda. Lo saludan a Leandro desde la vereda de enfrente pegada al río que corría oscuro, frío y despreocupado. Cruzamos la calle. Crucé con las manos en los bolsillos y con la mirada baja sin mirar siquiera a las personas que habían saludado a mi amigo. Luego los miré de reojo sin prestarles mayor atención. El primero en saludarlo fue un chico bajo, rubio de pelo largo. Marcelo también los conocía y creo que los saludó. Eran dos: un rubio de pelo largo que era el que había saludado primero a Leandro y un morocho de pelo largo también. Mientras seguían con el ritual del saludo yo me senté de espaldas a ellos sobre la pequeña tapia que divide la vereda de la costanera del río. Miraba la corriente de agua. Empecé a pensar en el agua. Pablo se sentó a mi lado abstraído en sus propios pensamientos. Pablo es un excelente amigo.

Una vez sentado empecé a sentir más el frío y me dieron ganas de irme. Tanto Pablo como yo seguíamos cada cual en su realidad sin prestar atención a lo que hablaban Marcelo y Leandro con, hasta a ese momento, los desconocidos que los habían saludado. Yo seguía mirando el río, pensaba en el correr del agua y recordaba lo que había escrito alguna vez Herman Hesse en su libro “Siddhartha”. Éste daba a entender en su obra que la vida era algo que no tenía explicación ni sentido alguno, que era tan sólo una sucesión de hechos casi aleatorios que formaban parte de lo que algunos llaman destino. También hacía una comparación de la vida con un río, todos nosotros vendríamos a ser las gotas de agua que forman parte de ese río. Nacemos del deshielo de alguna cumbre nevada de una montaña, empezamos a correr nuestro primer tramo todavía limpios, puros, inocentes, sin contaminarnos. Seguimos avanzando y nos vamos ensuciando. Continuamos y además de seguir ensuciándonos un poco más cada vez, nos contaminan, nos pueden utilizar para hacer funcionar máquinas y crear productos aunque también servimos como fuente de alimentación para alguna que otra gente buena a la que queremos y que se lo merece. Avanzamos y vamos perdiendo nuestra fuerza original, así también como nuestra pureza inicial. Cuando nuestro recorrido termina tan sólo abandonamos el río evaporándonos para quedar suspendidos en el cielo hasta que caemos en forma de lluvia o nieve y otra vez el ciclo que se repite y el río que vuelve a renacer.

En este río llamado vida nos cruzamos con muchas gotas, con algunas recorremos tan sólo tramos cortos, con otras tramos más largos. Nos encontramos con muchas que ya están demasiado contaminadas de las cuales tendemos a alejarnos y muchas otras veces nos topamos con algunas que nos acompañan un trecho pero que de a poco se van desviando de nuestro recorrido y no las volvemos a encontrar. Pero lo mejor de todo esto, lo único que vale la pena en todo este recorrido que cada uno de nosotros hace, es el encontrar a esa gotita especial, casi gemela, con la cual nos fundimos en una y poder terminar el recorrido juntos. Ese es el único sentido que yo le encuentro a esta vida, todo lo demás son hechos que escapan a mis manos, fenómenos fortuitos, sucesos aleatorios que tienen o no tienen que pasar; lo que para muchos, vuelvo a reiterar, es el destino. Estas eran mis reflexiones mirando el río. Bajé a la realidad porque algo me llamó la atención aunque todavía no me daba cuenta qué.

Marcelo responde a una pregunta que nunca escuché que le hicieran, por su respuesta creo que le preguntaron algo con respecto a la música, algo sobre su anterior banda. Marcelo respondía. Marcelo hablaba con interés sobre el tema. Marcelo era músico. Marcelo es uno de mis mejores amigos en esta ciudad.

- Las letras de los temas me gustan más en inglés, pero ya sabés como son las cosas acá... –respondió Marcelo.
- Sí, tenés razón. A mí también me gustan más las letras en inglés... –acotó una voz femenina de alguien que yo no había notado que estuviera en escena hasta ese momento (!).

Me levanté y di unos cortos pasos hasta situarme frente a ellos que se habían sentado a medio metro de donde estaba yo. Creo que la miré muy detenidamente pero con disimulo. Era simplemente perfecta. No me refiero a la perfección de lo que se toma como belleza perfecta al estilo de las modelos de hoy en día. Era diferente, era perfecta para mí. Una belleza perfecta para mí.

Su pelo era de un castaño oscuro y le caía hasta la mitad de su espalda. Era lacio, fino y con un brillo especial. Podía imaginarme en ese momento que olería a un popurrí de flores traído por una brisa del mar. Su cara era más bien redondeada, su nariz algo prominente y su boca chica. Pero lo que más me atrajo fueron el conjunto de sus ojos color miel, pestañas y cejas. El conjunto en sí tenía una extraña y exótica belleza inexplicable con palabras.

El rubio de pelo largo se levantó y le preguntó a Leandro (aunque nos miraba a todos) si nos íbamos a quedar ahí. Él proponía que fuésemos al bar “La Vieja Esquina” o el bar de “La vieja” como nos referíamos a ese lugar con Pablo, no por la vieja esquina donde estaba ubicado sino por la vieja mujer que estaba siempre detrás del mostrador en aquel lugar. Me provocaba una profunda tristeza el ver a aquella vieja mujer cercana a los setenta años atendiendo y cocinando en aquel lugar hasta altas horas de la madrugada. A ella parecía no importarle, tenía una actitud de abstracción total de la realidad, de la hora, del lugar, de la gente y de su trabajo. Daba la impresión de que a ella también el sistema le hubiese absorbido toda su alma... En fin toda su vida.

Nos miramos. Daba igual. Nos levantamos. Seguía dando igual. Empezaron a caminar hacia el bar. Yo no caminaba. Yo flotaba. Estaba a medio metro del piso. Seguía pensando en quién sería ella. Me deslicé por el aire atrás de ellos los veinte metros que había que hacer hasta llegar al lugar. Ya no daba más igual. Algo me decía que me deshiciera de la tristeza que tenía y que los siguiera.

Entramos al tibio salón, nos dirigimos hacia el fondo, lo más alejado posible de la barra donde estaba aquella mujer. De la pared colgaban estúpidas fotos de caballos. Clásicas fotos de bar. Fotos de otros tiempos. “De los buenos tiempos” dirían los viejos. La pared era de azulejos formados por cuadraditos multicolores. Todo era un espectáculo deprimente y muy cómico a la vez, eso si se lo sabe apreciar, sobre todo un día Viernes o Sábado a la madrugada. El bar estaba lleno. No era nada extraño, era el lugar donde el alcohol estaba más barato. He conocido bares deprimentes en mi vida pero este era algo especial, de todos éste clasificaba seguro para la final.

Mientras decidían dónde se iban a sentar yo seguía a años luz de la realidad del lugar mirándola a ella. Encontraron el lugar. Desee que se sentara a mi lado y lo hizo. Pablo estaba en la punta de la mesa espaldas al mostrador, a su derecha la graciosa pared multicolor, a su izquierda el morocho de pelo largo, el rubio de pelo largo, ella, yo y Marcelo.

No sé como empezó la conversación entre todos, música creo, ¿de qué más íbamos a hablar? Pablo le preguntó algo al morocho de pelo largo, este le contestó que él era baterista y que el rubio de pelo largo tocaba la guitarra. Marcelo preguntó algo sobre Scott Weiland y su último trabajo como solista, por mi lado le respondí que el trabajo me parecía bastante interesante aunque no era tan de mi gusto. Terminé de decir esto y la miré fijamente. Asintió con la cabeza y tan sólo dejó escapar un “Sí...”, no recuerdo que dijese algo más. Me pareció algo rara, súper callada pero extremadamente interesante, había algo en ella que me atraía fuertemente. Un no sé qué. No era una atracción física a pesar, como dije, de ser hermosa para mí.

Hablando todos juntos, luego de un rato, me pude enterar sus nombres (no porque se presentaran sino por cómo se llamaban los unos a los otros), el rubio de pelo largo se llamaba Andrés y su amigo, morocho, también de pelo largo, se llamaba Alberto. La amiga de ambos, la chica de larga cabellera con aroma a flores traída por una brisa del mar se llamaba Laura. Creo que hasta ese entonces nunca antes me dijo nada ese nombre, en ese momento me pareció el nombre más hermoso del mundo.

El tiempo transcurrió y Andrés con Marcelo eran los que seguían intercambiando comentarios sobre música, de sus bandas, instrumentos, amplificadores, racks de efectos, equipos con tecnología MIDI; temas que la mayor parte de la humanidad desconoce y no le importan. Creo que Andrés me preguntó si yo tocaba algún instrumento a lo que le respondí que sí, que intentaba tocar la guitarra. Luego me siguió preguntando sobre mi equipo, parecía tener un especial interés en un procesador de efectos que yo poseía. No recuerdo si llegué a hablar mucho con ella. Creo que le hice un par de preguntas a las que me respondía con monosílabos de afirmación o negación. Una chica tímida. Tal vez más que yo. Eso me gustó aún más.

Corrió un poco más de cerveza y se siguió hablando más de lo mismo. No recuerdo quien fue el primero que dijo que era suficiente por esa noche. Salimos fuera. Nos despedimos. Me despedí de ella con un beso. “Extraño, ni siquiera sabe mi nombre...”, pensé. O tal vez sí.

Los tres cruzaron el puente rumbo al centro de la ciudad, me quedé con la vista clavada en ella mientras se alejaba. Pablo, Leandro y Marcelo me miraron fijamente: “¿Qué pasa?” “¿Por qué me miran así?”, pensé. Miré hacia abajo y noté que estaba nuevamente medio metro por encima del piso. Bajé. “Nos vamos”, dijeron. Y nos fuimos.

Mientras Leandro nos llevaba al centro en su auto me enteré que Andrés, Alberto y Laura tenían una banda llamada ”Pablo?” y que habían tocado junto a las bandas de Leandro y Marcelo en un lugar llamado “La Casa del Arte”. Laura tocaba la segunda guitarra en la banda. Recordé que me habían contado algo sobre ese recital. Yo no había podido ir porque me encontraba fuera de la ciudad esa noche. De ahí se conocían todos.

Llegamos al centro. Me despedí de los chicos y me bajé del auto, caminé hacia mi edificio muy lentamente. Entré en mi departamento, dejé las llaves y la billetera en el mueble del comedor. Me senté en una silla y traté de pensar. Lo logré. Pensé en ella. Traté de sentir. Lo logré nuevamente. Me sentí bien y la tristeza ya no parecía estar allí.

Entré en el baño, abrí la canilla del agua fría. Dejé correr el agua por mis manos, sentía que me quemaba de lo fría que estaba. Ahuequé mis manos y las llené del gélido líquido, me lo eché en la cara. Me miré en el espejo. Este me devolvió mi imagen. Me sentí mejor.

Entré en mi habitación a oscuras, no me molesté en encender ninguna luz. Me desvestí y me tiré en mi cama. Me puse a pensar en lo absurdo en que funcionan nuestras mentes. Yo esa noche había dejado de sentirme mal. ¿Por qué? ¿Tal vez porque la había conocido y crucé dos palabras con ella? ¿Tal vez porque sabía muy dentro mío que la iba a volver a ver?

No recuerdo con exactitud pero creo que esa noche fue la primera de otras muchas noches que siguieron en que me quedé dormido pensando en ella. La tristeza definitivamente se había ido ya.

jueves, enero 26, 2006

Laura

(Dedicado a vos, estés donde estés)

ALGÚN JUEVES HACE POCO

Esa mañana me desperté sintiéndome el ser humano más solitario del planeta. Sintiéndome solo pero en una forma horrible de soledad, una soledad triste, de sentir que a nadie le importas realmente, de sentir que nadie te ama. Porque también está la otra forma de soledad, la que es buena, donde no querés y no necesitás ver a nadie, la cual te permite desconectarte y sentirte en paz con vos mismo, la que te hace parar y pensar: ¿Dónde estoy?, ¿hacia dónde voy?, ¿qué estoy haciendo? Cerré los ojos y traté de escuchar al resto de la humanidad en sus tareas diarias habituales pero nada llegó a mis oídos. Era extraño, ya que en estos hábitats individuales de concreto, soluciones versátiles para la vida moderna llamadas departamentos, uno oye todo lo que hacen los demás, absolutamente todo, pero esa mañana no oí nada.

Me había pasado algunas veces el despertarme y no oír un solo sonido, ni una voz, ni un ruido, ni un acorde de una canción de moda que no me gusta... Simplemente el oír la nada, el vacío; el oír el sonido del silencio. Era entonces cuando pensaba: “OK, toda la humanidad desapareció o sucumbió...”. Así por que sí, sin una causa o razón. En realidad no era toda la humanidad la que desaparecía, solamente quedaba ella. Ella y yo. Solos. Para volver a intentarlo de nuevo. Sólo si llegase a pasar todo eso tal vez yo fuese feliz. Tal vez. Pero eso nunca iba a ocurrir porque ella ya no estaba conmigo, igualmente yo seguía imaginándome que sí.

Sería extraño ¿no?, que todos los dioses de todas las distintas religiones, que en realidad tal vez converjan en un único Dios sin religión, quisieran o quisiera que tan sólo ella y yo sobreviviéramos. Pero lo único realmente bueno y valedero de todo este supuesto (o delirio egocéntrico y apocalíptico mío) era que sólo estaríamos nosotros dos y que nada ni nadie más importaría. Ese instante en el que yo me imaginaba todo esto se convertía en un momento único de paz, de una tranquilidad indescriptible, donde pensaba: “Por fin, no más preocupaciones cotidianas, no más trámites triviales, no más problemas de dinero, no más competencia, no más polución, no más violencia, no más miedo, no más guerras, no más hambre, no más personas sufriendo y tratando de sobrevivir para luego a la larga terminar muriendo sin haber hecho nada, nada más que sobrevivir para llegar a ello... No, basta de todo eso, ahora somos tan sólo ella y yo solos”.

En fin, todo se resume en decir: no más humanidad, tan sólo dos personas. De vuelta al punto cero. Empecemos de nuevo. Y esta vez, por favor, hagámoslo bien. Sería imposible, ya que está en nuestro código, estamos programados de esa manera, es la naturaleza humana; a la larga terminaría todo igual... Bueno, en fin, al menos intentemos que nuestra existencia no vuelva a ser tan trágica... Imposible: está en nuestro código... Al fin y al cabo, ya lo había escrito Graham Greene en una de sus obras: “No se puede amar a la humanidad. Sólo se puede amar a las personas”.

Me levanté, realicé mi rutina de higiene personal y me preparé un café. “Lo mismo de todos los días...”, pensé. “No, éste va a ser un día diferente”, me repliqué a mí mismo. “Éste tiene que ser un día definitivo. Un día en que logre algo que rompa con la rutina de todos los días porque éste será el día en que dejaré de pensar en ella, el día en que finalmente la deje ir”.

Lo que me ocurría en realidad era que me sentía mal por cómo había terminado nuestra relación, nuestro paulatino y por último cortante alejamiento del uno con el otro; nuestras tristes, incómodas y solitarias miradas al cruzarnos a la noche en aquellos lugares a los cuales solíamos ir juntos... Y lo peor de todo era que hacía ya mucho tiempo que yo estaba así y sentía que no me podría recuperar más.

Todo seguía estando calmo y silencioso. Luego me dí cuenta de lo que ocurría: Era un día feriado. Una fecha patria. ¿Todavía existía la patria? ¿Existía todavía la gente nacionalista?. Al parecer sí porque en ese momento escuché la voz chillona de un político que venía desde la plaza central de esta ciudad y me lo imaginé luciendo con simulado orgullo su escarapela, seguramente comprada a último momento por alguno de sus asesores, tirando su perorata a las masas alienadas de su propia existencia queriendo creer en algo, perorata escrita por otro de sus asesores que tiene una mejor técnica en la escritura, perorata acerca de la importancia de este día para nuestra nación ¿Todavía existía nuestra nación?. Aunque la pregunta relevante aquí es: ¿Por qué estaba pensando yo en todo esto? Respuesta: Porque cuando estás mal, ves todo mal... Aunque en realidad, sí, estaba todo mal.

El resto de ese día Jueves feriado me la pasé escuchando música, ponía los discos más darks y tristes que tenía. El portero sonó 3 veces en toda la tarde y no me molesté en atender, por la noche miré un par películas viejas que tenía grabadas y que ya había visto más de una veintena de veces cada una. Luego encendí la computadora y estuve 2 horas buscando en Internet. No recuerdo lo que buscaba, lo que sí me acuerdo es que no lo encontré.

Me acosté deseando poder dormir por un mes y despertarme sin esa terrible melancolía que tenía arraigada en mi corazón. Tomé el control remoto de mi equipo de música y puse una radio al azar, programé el equipo para que se apagara en dos horas. Ni siquiera escuchaba lo que estaban poniendo al aire en aquella emisora. Después de dar vueltas y más vueltas en mi cama y de no parar de pensar por más de una hora finalmente me quedé dormido.

Me despierto como nuevo. Abro muy lentamente mis ojos. Intento escuchar los sonidos de la humanidad en sus tareas diarias habituales en el nuevo día. No oigo nada. Por alguna razón la tristeza había desaparecido. No me levanto, sólo me limito a cerrar los ojos lo más fuerte que puedo y concentrarme en escuchar. Sigo sin oír un solo sonido. No puede ser, el feriado fue ayer, se supone que hoy es un día laboral... Me levanto de la cama, levanto la persiana y el afuera me devuelve un hermoso día soleado. Abro la ventana y me asomo. Tengo que escuchar algo, vamos, por favor alguien que hable, que grite, que discuta con su pareja, que rete a su hijo... Nada. Era una broma de mal gusto o...

Me cambio lo más rápido que puedo y salgo de mi departamento. En los pasillos del edificio no se escuchaba nada. Bajo las escaleras corriendo. El hall del edificio estaba vacío, no había rastro alguno de Enrique, el portero. Debería estar allí como todas las mañanas. Salgo a la calle y no encuentro nada anormal, sólo que no veo ni una sola persona en toda mi cuadra. Avanzo corriendo hasta la avenida que corta mi calle y bajo por la misma. Sobre mano izquierda, a mitad de cuadra, veo un trolebús parado. Me dirijo cauteloso aunque rápidamente hacia él. En el interior estaba la chofer y no más de seis pasajeros distribuidos a lo largo de todo el vehículo. Todos desvanecidos. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando me dí cuenta de lo que en realidad estaba sucediendo. Estaban todos muertos. Me doy vuelta y subo corriendo ahora mano arriba por la avenida y veo unos pocos autos estrellados contra negocios o contra otros autos que estaban estacionados. Sus ocupantes yacían dentro con sus cabezas tendidas sobre los volantes. “Dios mío, no puede estar pasando todo esto...”, pienso. La imagen de ella surgió de repente en mi cabeza. Tengo que ir a verla. Ella tiene que estar bien.

Corro por una de las principales avenidas del centro de esta ciudad hasta llegar a su calle, empiezo a ver gente tirada sobre las veredas a lo largo del trayecto pero ya no presto atención, eran como un paisaje habitual. Corro las 10 cuadras que me separan de su casa como un animal liberado de su jaula después de años de cautiverio. Llego a su edificio y la veo sentada en el umbral de la puerta de entrada. Tenía su cabeza gacha y se tomaba la cara con ambas manos. Estaba llorando. Me acerco lentamente, me agacho, la beso en la frente y le digo que está todo bien. Nos abrazamos. Lloramos por todo lo que fue y por todo lo que pudo haber sido. Luego nos quedamos callados, todavía abrazados, por unos instantes más.

Nos paramos, caminamos desde la vereda hacia el medio de su calle tomados de la mano. “¿Y ahora qué?”, pregunto. No me responde. Todavía no se termina de reponer. Mira para arriba, hacia el balcón de su departamento. Me viene a la cabeza la imagen de su hermana. La abrazo. Abrazados caminamos unos pocos metros calle abajo cuando oigo el estruendo de una explosión que viene desde algún lugar no muy distante delante de nosotros. La suelto y corro hacia la esquina para ver si podía divisar que ocurría. No veo nada en ninguna dirección. Mientras me doy vuelta le digo: “No es nada, no debe ser por acá”. Pero no la veo, había desaparecido. Me desespero. Corro de vuelta hacia donde la había dejado. Pero ella ya no está. Otra vez la tristeza se adueña de mi corazón y me dejo caer en el medio de su calle. Me despierto llorando. Esto tiene que parar.


(Continúa)

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -
Córdoba, fines de 1999. Viejos escritos encontrados.
- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -