lunes, mayo 14, 2007

Supongo que llegó el momento

Kilómetro tres, el corazón late constante. Decido parar y recuperar algo de aire. Me detengo y respiro hondo, es cuando levanto mi mirada al cielo y veo a la luna de color rojo. La primer imagen que se graba en la retina de mis ojos me sorprende, luego me doy cuenta que hay humo en el aire y un fuerte olor a vegetación seca quemándose. Asumo que han de estar haciendo fuego con las picadas al costado de la ruta porque el otoño nunca fue temporada de incendios por aquí.

Debo confesarles que no hay nada como ver una puesta de sol en la que todo está quemándose abajo y a lo lejos; suele ocurrir muy seguido en los veranos secos cuando se incendian los campos y la gente simplemente lo pierde todo de un instante a otro. Irónicamente ese es el regalo que se les da mientras ven todo su trabajo arder hasta convertirse en cenizas: un atardecer sublime, con un sol entre rojizo y naranja enfundado entre oscuras vestiduras de humo. La imagen es fuerte de por sí y está destinada a que nunca olviden. Lágrimas caen por las mejillas de las mujeres de los chacareros al observar toda la escena, lágrimas que nunca serán las suficientes como para apagar todo el fuego.

De a poco recupero el aire, voy caminando lento bordeando la orilla norte. Bajo mi mirada al espejo de agua, de un momento a otro noto que la laguna se ha transformado en lo que no parece ser otra cosa que un mar de aceite por la quietud de sus aguas. Ahora veo con total claridad el rojizo reflejo de la luna sobre el agua. De pronto un silencio angustiante lo cubre todo: los pájaros que dejan de cantar, las ranas que dejan de croar. Los insectos yacen de repente inmóviles. Todos están esperando, parecen darse cuenta de lo que ocurre. Yo me doy cuenta tarde, porque ya no hay humo en el aire, no hay olor a quemado, pero sin embargo la luna sigue estando roja, bañada en sangre. El sonido ensordecedor y disonante de la primer trompeta fue lo que me hizo caer en cuenta de que el momento finalmente había llegado.